La excusa para meterse a fondo en esas vidas aparentamente apacibles es la bofetada que un adulto le da a un niño de cuatro años durante una barbacoa en una casa de las afueras de la ciudad. A partir de ahí, y a través de la interpretación de varios de los asistentes, se entra en el debate de hasta que punto se tenía merecida el niño, ejemplo donde los haya de malcriado, esa bofetada, o si es aceptable o no que un adulto golpee a un menor, aunque haya circunstancias atenuantes. Y es que el crío, Hugo, cuatro años, que todavía mama del pecho de su madre, acostumbrado a hacer lo que le da la gana con el aplauso de sus padres, parece pedir a gritos esa bofetada. Pero el autor de la misma, padre a su vez de otro menor, y que justifica su acción para defender a su hijo del inminente golpeo con un bate por parte de Hugo, tiene un historial de malos tratos que desmonta cualquier justificación de su forma de actuar.
Pero la bofetada en sí, decía, no es más que una excusa para conocer a fondo a los distintos personajes que están en esa barbacoa. Sus miserias e insatisfacciones. Sus ansiedades e inseguridades. Sus ambiciones. Su defensa o no de tradiciones importadas de sus países de origen. El miedo a envejecer. La rabia por la frustración de una vida lejana a la que ambicionaban. La incomprensión de los mas mayores ante un mundo que les resulta cada vez más ajeno. Y el racismo.
Y esto último es quizá lo que mas sorprende. Porque Australia da imagen de sociedad multicultural modélica y bien avenida, pero a lo largo de la novela aparece constantemente el recelo racista, mas o menos disimulado, y la pervivencia y el aferramiento a las viejas raíces étnicas. Esa mezcla de griegos, judíos, aborígenes, indios, anglos que convive aparentemente con naturalidad es en realidad un magma a punto de explotar que se mantiene controlado más por ser políticamente correctos que porque se lo pida el cuerpo.
En todo caso es una novela fascinante, con una riqueza desbordante de personajes y un acercamiento a la realidad australiana que merece la pena. Además de ese debate común sobre la educación de nuestros hijos, la falta de disciplina y responsabilidad, que ha generado varias generaciones de consentidos que no entenderán ya nunca que no siempre pueden hacer lo que les da la gana.
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